Aún es invierno y, sin embargo, el 8 de marzo ha venido envuelto en un sol de primavera. 8 de marzo, día de la mujer trabajadora, valga la redundancia, y se ven algunos brotes verdes ¿querrá decir algo este síntoma? Espero que sí.
Nos han hecho rebajas en las tiendas de lencería y nos han felicitado muchos hombres, elogiando la labor abnegada de las mujeres y denunciando el machismo al que hemos sido sometidas. Es curioso que ese mismo mensaje en su voz reciba tantos parabienes y tan pocos cuando somos nosotras las emisoras. El feminismo es hoy por hoy cosa de hombres, pues vale.
Si me preguntan, no voy a decir, como nunca lo he dicho, que mi vida ha sido condicionada por un sistema sexista. Una tiene su orgullo y le duele ser tenida como víctima, que es siempre condición humillante. Tampoco le entusiasma arremeter contra el hombre en general, si se para a pensar que el 90% de sus amigos son varones y que les debe el mayor apoyo en el peor de los momentos. A cambio, además, de nada. Sólo porque han querido creer en mí. Benditos amigos incondicionales a los que tanto les debo.
No digo que haya quedado exenta de sufrir el ataque de los típicos machos prepotentes, pero en ese ataque las mujeres machistas van también al 50%. El machismo, más allá de los sexos, es un desorden del mundo, difícil de desmontar, después de tantos siglos de tradición, y no atiende a cuestiones de género, desgraciadamente.
Podemos horrorizarnos con las barbaridades que padecen las mujeres del tercer mundo en regímenes abiertamente patriarcales; las violaciones, las ablaciones de clítoris, etc…, pero a las chicas del primer mundo, emancipadas, se supone, nos cuesta admitir un drama, tal vez más psíquico que físico, por no manifestar debilidad, que no se diga.
Yo recuerdo una de las últimas comparecencias públicas de la escritora, Ana María Matute. Le pregunté si había sufrido machismo en su carrera literaria y lo negó categóricamente, aunque luego recordó aquel episodio por el que su primer marido le retiró la custodia de su hijo y rompió a llorar.
Matute hizo lo posible por disimular su talento ante su esposo, un escritor mediocre que sufría los éxitos de su mujer como una afrenta a su virilidad. Y no fue la única. También Elena Fortún padeció la misma pesadilla. Ambas se debatían por ocultar su propia brillantez por no ofender ni molestar.
En esa misma intervención mencionada de Matute, dijo la autora: “Los premios, ¿qué importancia tienen? Te los dan sólo porque no molestas”. Y aquel comentario me lo llevé a casa para rumiarlo a solas.
Con Matute, Elena Fortún y Gloria Fuertes formé un triumvirato. Resultaban simpáticas porque apostaron por el mundo infantil; un medio inocuo, inofensivo en el que podrían ser “perdonadas” por adscribirse a lo que se consideraba un género menor, sin pretensiones.
Sin embargo, tanto Matute como Fortún usaron ese género, no sólo para hacer una gran literatura, sino para burlar la censura, practicando una tremebunda crítica social.
En cuanto a Gloria Fuertes, no hay duda de que fue una de las más iluminadas poetas de la generación del medio siglo, dados precisamente esos versos que casi no se conocen de ella. Pero, como ella misma decía, hay que ser muy lista para hacerse la tonta. Y a ello se dedicó con una poesía chistosa para chiquillos, que sin duda tampoco carecía de mérito. Eso le valió para ganarse la vida, sin que se pusiera en tela de juicio sus actitudes transgresoras y sus tendencias sexuales, tan condenadas en la época que le tocó vivir. Fue rica sin apreciar el dinero que nunca gastó y querida por un mundo que, al primer despiste, hubiese estado dispuesto a condenarla. O sea, que lista como ella sola.
Pero no todas corrieron la misma suerte. Detrás de cada biografía de escritoras españolas que leo, y leo muchas, hallo un auténtico drama. Dramas novelados, a veces, como el de María de Zayas y Sotomayor, narradora del siglo XVII, llevado a las páginas por la maestría de Herminia Luque en un libro genial “Amar tanta belleza”, que nunca agradeceré lo suficiente.
Me toca y mucho la tragedia de las mujeres ocupadas sólo en el hogar, las que dan calidad de vida al marido y los hijos sin sueldo ni reconocimiento y también la de aquellas que concilian hogar y trabajo en la calle, pero, por razones personales, siento en mis carnes, esa inhóspita hostilidad hacia las mujeres de letras; las marisabidillas, las rebeldes, las ovejas negras de cada familia; esa clase a la que, por fatalidad genética, pertenezco.
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